Estaban los dos equipos formados. El petizo miraba de reojo a los adversarios. Ellos ni se percataban de la situación. Eran once contra once. Era fútbol. Era mediodía en México. En el mero Distrito Federal. El petizo tenía en su mirada esa sensación para uno de decir “así que estos son”. Ninguno de sus compañeros miraban como él. Todas cantaban el himno, miraban a las tribunas, tenían su pensamiento puesto en sus familias y amigos que a kilómetros de distancia estarían solo rogando por ellos, por su suerte, por el resultado del partido. Estas cosas no se mezclan. No hay lugar par las mezclas casi absurdas. La guerra y el fútbol digo. Pero el petizo miraba por nosotros. No hay duda de ello. Los junaba con bronca. La bronca buena. La de saber que algún daño en el arco y en el espíritu les iba a hacer. El también sabía que no hay chances de mezcla. Que lo otro había sido muy duro y demasiado. Que esto era muy lindo. Se trataba de jugar y al menos hacerles sentir la bandera izada en el nombre del deporte que ellos inventaron y que nosotros adoptamos con tanto cariño, que terminamos por jugarlo mejor. Salto el petizo. No llegaba. ¡Que va a llegar! Pero salto lo mismo. En ese instante decidió hacer una trampita. Le dio a su testa la extensión necesaria para llegar. Le agrego a la cabeza el brazo. Y la mano. Y la pelota se desvió a la red. Ellos, o algunos de ellos se dieron cuenta. Salieron despedidos hacia el árbitro tunecino. El juez determino que todo estaba bien. El petizo que miraba de reojo al árbitro pero seguía corriendo termino de festejar su trampita. “Ladrón que roba a un ladrón tiene cien años de perdón”, se dijo. “Alguna trampa deben haber hecho estos desde Sir Francis Drake para acá”, pensó. Y por dentro recordó que una vez cuando cebollita y de palomita había hecho uno igual. Que el referí lo dio. Y que él le había dicho que no. Que era con la mano, y el juez lo anuló y le agradeció el gesto. Pero acá no. Que se joroben. De repente lo sacudió un grito de los otros. Uno de los defensores le decía algo así como “tramposo” o “fuera de ley”. Estaban desencajado el inglés. Allí se juro demostrar que no solo con la mano, el petizo, podía convertir un gol esa tarde. El morocho compañero del medio campo le dio un pase en la mitad de la cancha (después ese morocho declararía que el pase fue decisivo) y allí comenzó todo. El petizo vio venir a dos rivales y decidió que ese era el momento. Fue como si se hubiese puesto el sombrero de Súper Hijitus, como si fuese Patoruzú montando en Pampero o como si en la piel de Rolando Rivas, marchara a la conquista de Mónica Helgueras Paz. Y así fue “mareando” rivales. Dice el petizo que veía a la izquierda a su compañero de Las Parejas pidiéndole el balón, el centro, algo. Pero que él estaba seguro del final de la historia. Y llego hasta el arquero grandote. Lo hizo desparramar por el piso y ahora sí, con el pie que parece una mano depositó la ofrenda a todos los argentinos en las redes del imperio británico. Un rato más tarde, cuando la fiereza de los otros quería dar vuelta la historia, cuando se arrimaban a dicho propósito, otro petizo, vasco este, sacó de la línea de gol la pelota que metía en penumbras lo hecho por el muchachito de la película. Y el final fue feliz. Muy feliz. Inmensamente feliz. Único. “Genio” “barrilete cósmico”, decía el relator. El país explotaba. El petizo sabía que no había salvado al Belgrano, que no podría mitigar el dolor de tantas pérdidas, que no traería soluciones mágicas a la resultante de una locura militar, pero si, estaba seguro que les había herido el orgullo a esos que él miraba mientras cantaban el himno. Que a través de la conversación que él establecía a diario con la pelota algún daño les iba a hacer. Y lo hizo. Y hace quince años. Y la imagen de duende justiciero esta en las retinas de todos. Propios y extraños. Y parece que fue ayer. Cuando con la capa celeste y blanca con la grande “D” bordada por su madre, cabalgó el petizo rumbo al gol más lindo que se haya visto en el universo. Y que no tendrá repetición alguna. Se los juro por mi mamá. Y mi papá. Se los juro por Dios.
Osvaldo Alfredo Wehbe