*Por Facundo Sánchez
Cuando uno cruza Banda Norte, por la avenida Marcelo T. de Alvear, observa algunos lugares característicos, quizá históricos, que forman parte de la historia de la zona norte de la ciudad. La estatua de la rotonda Seminario, el vado, el Registro Civil, la iglesia San José, el colegio secundario Mariquita Sánchez de Thompson, el parque Sarmiento, entre otros tantos lugares.
Pero hay uno que ya no está. Un lugar que en la década de los 90 y hasta finales de la del 2000, formaba parte del típico paisaje de la banda. Un lugar que hoy está, pero ya es diferente, que tiene otro color y que, quieran o no, ya no es el mismo.
Tenía las paredes rojas, pintadas con una marca de gaseosa o una de cerveza, que le hacían de sponsor al viejo “carrito bar” (un carrito sin ruedas, pero carrito al fin), sumaba un par de banquetas rústicas al frente, un pizarrón con los precios y el olor a choripán que entraba por la nariz desde que se empezaba a caminar por el parque. Por dentro, varios cuadros con recortes de diarios, que tenían la foto de un tal Hugo Emer, abrazado a varios boxeadores de buena talla, como Sergio Víctor Palma o Gustavo Ballas. Pedacitos del diario Puntal colgaban de las paredes internas del campeón, al lado de un televisor chiquito y una parrillita en la que se hacían todos los choripanes.
Ese Hugo Emer que aparecía en los recortes de diarios, era el dueño del bar. Un tipo de una bonhomía particular, que cargaba a su perra en el capot del auto y de ahí la llevaba desde la casa al bar y desde el bar a la casa. Usaba una boina algo extraña y una sonrisa que nunca pasaba de moda.
Hugo José Emer era el dueño del bar El Campeón. No de cualquier bar. Nombre que lo puso él mismo y en honor a él mismo. Porque se consideraba como el campeón de Río Cuarto. Y lo decía siempre.
Sergio Víctor Palma, Gustavo Ballas, Ramón Balbino Soria, Raúl Roque Bianco y Orlando Lucero, fueron alguno de sus rivales. Grandes boxeadores de la época que habían tenido que cruzar algunas manos con el campeón. Y eso es lo épico. Y por eso, y por sus choripanes, la gente pide que vuelva. Un campeón sin campeonato. Un campeón por proclama propia. Su record, quizá anecdótico: 14 triunfos (9 nocauts), 24 derrotas y tres empates. Nadie puede ostentar un título así. Y esos triunfos son los que valen la pena.
No era necesario que sobren las fotos con cinturones de campeonatos en la cintura, sino que estén las fotos. Con la toallita al hombro y los boxeadores de alta gama con los que peleó. No era necesario salir en los grandes medios, sino figurar en algún puntal de vez en cuando, como para poder pegar los recortes en las paredes del bar.
Porque el campeón era eso. Era el paisaje de la ciudad que ya no está. Era el bar de paso que cada vez que nos sentábamos en una de esas banquetas, nos susurraba una nueva historia al oído. De amigos, de novias traidoras, de derrotas, de no tener un mango. Historias que iban cruzando la línea de un pueblo que empezaba a tener forma de ciudad.
Nadie nos dice qué tenemos que hacer para ser lo que queremos ser. Son miles las historias de los periodistas que no estudiaron periodismo o millones las anécdotas de abuelas que curaban hasta los peores de los males sin siquiera leer un libro de medicina. Y a todas esas, les podemos sumar las historias del entrañable Hugo Emer. El campeón que nunca ganó, pero que era campeón igual.
Porque, como él mismo declaró una vez: “me tocó pelear con los mejores, los hice pelea a todos y no fui campeón porque en mi época había muy buenos boxeadores, pero en realidad… yo soy el campeón de Río Cuarto”.
Por Facundo Sánchez
Foto: Telediario Digital