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Por comenzar
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Por comenzar
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Un día más en Río de Janeiro y más experiencias difíciles de explicar. Una policía que mete mano en los bolsillos, miles de brasileños alentando por Argelia y las parejas brindándose amor en las playas de Copacabana, a las sombras del mundo.
(Río de Janeiro, Especial para Al Toque Deportes).- La tecnología, la internet, las redes sociales y un mundo que avanza a pasos agigantados, pero de manera despareja, hace que hoy, acá, allá o en donde sea, la vida se pueda definir en hashtags. Como epígrafes de fotos, acompañando declaraciones de amor o quejas a los gobiernos de turno, los hashtags han colmado la escena y se han hecho carteles, trascendiendo también así la frontera digital. #ForaTemer. Un hashtag. #HaceCalor, otro. #Río2016, quizá hoy el más popular según twitter. Esta historia, la de hoy, también se puede así. Con el numeral adelante.
En la ciudad de Río de Janeiro abundan lugares que para ser lo que en Argentina se consideran parques son pequeños, pero para ser lo que se consideran plazas, son grandes. Aquí los llaman paseos públicos. Y se podría poner comillas. Son lugares cercados en los que, teóricamente, la gente puede ir, pasear, correr, sentarse en un banco y descansar entre los árboles de las turbulencias de la ciudad. Al ingresar allí, uno se da cuenta que, quizá, no es lo tan agradable que parece desde afuera. Muy poca gente da vueltas, los vagabundos yacen acostados entre las sombras cubiertos como si fueran cadáveres para protegerse del sol y del calor. La policía, da vueltas y controla.
-“Hola, ¿voce tem documentos?” Preguntó una señora de unos aproximadamente treinta años que circulaba en bicicleta. Tenía puesto un casco y se uniformaba de negro con una pechera roja y blanca. La acompañaba un hombre igualmente uniformado, también en bicicleta, que sacó una cámara de fotos y comenzó a filmar toda la escena.
- “Sí. Somos de Argentina”, contesté.
No le importó. Mostramos nuestra documentación y verificaron mediante un celular, imagino, si teníamos algún tipo de antecedentes y si eran reales.
- “¿Voce tem droga?” Volvió a las preguntas.
Negamos de inmediato. Tampoco le importó. Revisó todos nuestros bolsillos, metiendo ella misma la mano en los mismos, abriendo la billetera y poniendo cara de asco cuando sacó de uno de los costados de mi pantalón una carilina algo húmeda. El resfrío no me abandona, ni siquiera en Brasil.
Cuando pregunté a qué se debía el control, respondió que en esa plaza había mucha gente que consumía drogas y que controlaban todo el tiempo. “Ah, no sabíamos, si no, no entrábamos”, respondimos con la sorpresa de enterarnos de que no solo por casa pasan estas cosas.
Posteriormente a la peripecia policial, arribamos hacia el estadio Joao Havelange, próximo a la estación de trenes de Engenho de Dietro. Camisetas de diversos equipos de Argentina habitaban el tren, entremezclándose con las verdeamarelhas, que eran, lógicamente, la mayoría. En el estadio, jugaban Honduras – Portugal en primer turno y Argentina – Bras… perdón, Argentina – Argelia en el segundo. Cómo la lógica también lo indica, los argelinos eran locales…
En el primer turno, la mayoría del estado alentó a Portugal, afirmando el enlace idiomático que los hermana. En el segundo, a Argelia, simplemente por una leve inclinación a favor de la derrota Argentina. Leve, claro.
Cuando inicia el partido de la selección dirigida por Julio Olarticochea, el estadio se desbalanceó. Los hinchas locales alentaban, fervientemente, al seleccionado de Argelia. Silbaban a los argentinos cada vez que tenían la pelota y hacían el “oooole”, cada vez que el rival daba dos o tres pases seguidos.
Uno no puede ocultar las pasiones. No me delataba la camiseta pero si la pasión. La forma en la que gritaba ante cada pifia de Gianetti o cada mal pase de Ascacibar. Imagino que evidenció que era argentino cuando lo reté amablemente a Gómez porque le hacían el dos uno.
Y llega la expulsión de Cuesta. Me miraban como diciendo “a ver, decí algo ahora…”. Así, con uno menos, al entre tiempo.
Empieza el segundo, gol de Correa. Me paré sobre la butaca, lo grité hasta ponerme rojo. Me saqué la camiseta. Bajé unos escalones. Lo volví a gritar. Me di vuelta, los miraba, lo seguí gritando. Ya estábamos jugados.
Pasa el tiempo. Gol de Argelia. Una horda de brasileños/argelinos, se me vinieron encima. Creo que le gané una batalla al autocontrol y no dije nada. Respiraba profundo. “Qué manera de haber argelinos acá”, grité. “¿Vos sos de Argelia?”, pregunté a un hincha que tenía la camiseta de Palmeiras. “Nosotros, todos, somos descendientes de argelinos”, me contestó mientras se reían.
Sigue el partido. Expulsan a uno de ellos. Quedábamos 10 contra 10. Me levanté automáticamente de la butaca y, con el vaso de cerveza en la mano, bailé. Tiré unos pequeños pasos cuarteteros en el escalón. Detrás, se reían. Ya estábamos siendo parte de un show.
“Vení, vos lo vas a ver acá y yo acá”, me dijo el hincha del Palmeiras, señalando un escalón al que lo separaba una baranda. El de un lado y yo del otro. Y ahí fui. Poniendo en juego el orgullo personal.
Gol de Argentina. Calleri. No hace falta agregar más nada.
Argentina 2 – Argelia 1.
“Argelia decime que se siente”, cantábamos los puñados de argentinos que abandonábamos el estadio. Mientras más cerveza tenía el cuerpo, más indignados estaban los hinchas. “Alentaste a Argelia, sos increíble”. Decía un compatriota porteño.
Fue así. Imposible, intenso y peligroso. Pero con un buen final.
Por Facundo Sánchez