Tensa calma. 30’ del complemento y Estudiantes ganaba 1-0. La gente ya contemplaba el tramo final del juego expectante, ansiosa, tensionada. En San Juan, Atenas había comenzado su heroica remontada, estaba 1-2. Todo a pedir del “celeste”. Pero la tensión giraba en torno a que a Del Bono le alcanzaba con un gol para clasificar (el 1-1 lo depositaba en la final). No tenía demasiadas ideas el “bodeguero”, sin embargo empujaba. El trámite crecía en niveles de angustia. Iban 33’ y en Cuyo Atenas ya estaba 2-2, aunque no cambiaba nada. Y Del Bono -y todo su amor propio- iba en busca del ansiado gol. Estudiantes contenía los tibios, pero embates al fin de los sanjuaninos. “Con un golcito más estaríamos tranquilos, así hay que sufrir hasta el último minuto…”, lo expresaba intranquilo un hincha cobijado por su bandera celeste en medio de la repleta popular. Esa expresión pareció una invocación. Pasaron algunos segundos y Nicolás Rodríguez tuvo tiempo y espacio para recorrer campo arriba. Tenía alternativas: por la derecha Búffali, por la izquierda Uranga. Los hinchas se pararon casi al mismo tiempo para ver el desenlace de la acción liderada por el “bochita”. A lo largo del juego, había tenido algunas rispideces con su gran amor: el balón. La relación no había sido la mejor, y eso Estudiantes lo había sentido. Pero así son los cracks. Poco les importa los antecedentes inmediatos. Su talento los supera y les hace revertir todo tipo de situación en una fracción de segundos. Precisamente ese fue el lapso temporal que le tomó decidir que ese contragolpe debería terminar sólo como él quería. Su obra maestra empezó a gestarse en la carrera a balón dominado y frente alta. Fue una maniobra digna de un jugador de ajedrez. Esperó que el último marcador saliera a su camino y se interponga en la línea del balón. Escondida la pelota por la humanidad de su defensor es más difícil que el arquero, tapado en su visión y adelantado un par de metros, pueda avisorar e intentar anticipar la consumación de la acción. Acomodado el tablero de la jugada, la parte más difícil para quienes no gozan de cualidades innatas en su pegada. Para Nicolás Rodríguez ejecutar un disparo sin demasiada fuerza, con la pelota en movimiento en un trayecto recto y vertical, por encima de la humanidad de Fabián González, y que se clave a dos centímetros de la mano del guardavallas y a la misma distancia por debajo del travesaño, fue cosa de todos los días. Las piolas de la red del arco que da a las canchas de tenis vibraron al son del grito de gol de un estadio casi repleto. Esa misma gente que, en algunos casos perplejos, exclamaron: “Qué pedazo de gol bochita!!!”.
Por la gesta, por la ejecución y por la elegancia, una obra de arte. Obra de arte entendida desde un talento que en el caso de Nicolás Rodríguez es heredado de su padre, Jorge Adrián (el “Bocha”), un exquisito del fútbol a quien el orgullo por la genialidad de su hijo lo desbordaba.
No era su tarde soñada, las cosas no le habían salido como él seguramente lo imaginó en la previa. Sin embargo, la capacidad de repentización (asentada en bondades futbolísticas innegables) de estos jugadores distintos justifica su estadía en la cancha.
“Sirvió para estar más tranquilos”
¿Qué golazo hiciste?..., le consultó un periodista a la salida de un vestuario invadido por la alegría tras la victoria con clasificación incluida.
Y Rodríguez contestó: “Los dos fueron golazos (haciendo referencia al tanto que abrió el partido con un disparo de afuera del área que se clavó en el ángulo de Franco Chiaretta). Lo bueno de esto es que sirvió para estar más tranquilos porque sabíamos que si se ponían 1-1 se complicaba todo”.
El festejo del “bochita” tuvo dedicatoria especial. Pues, emprendió su carrera hacia el sector de la popular alta, elevó su mirada e hizo el gesto de silencio seguramente destinado a algún autor de algún murmullo incómodo. “Lo dejo ahí, ya está. Ellos saben a quién va dedicado. El verdadero hincha de Estudiantes sabe”, manifestó finalmente.
Redacción Al Toque