Su inocencia, carisma y frescura difícilmente serán olvidados por quienes construyeron momentos memorables junto a él: Omar Antonio Tuninetti, inmortalizado como el “Tata”. Fue el hincha más fiel de Banda Norte y la Selección de la Liga Regional campeona en 1973. Algunas andanzas de un personaje indispensable en cada evocación.
Pasaron ya 34 años de aquello que parece lejano, pero no lo es tanto. La generación de futbolistas de los ‘70 aún conserva nítidamente imágenes y sensaciones de aquello que sería una epopeya para la posteridad: la consagración de la Liga de Río Cuarto como campeón nacional. La Copa Beccar Varela se posaba virtuosa en las vitrinas del ente rector de nuestro fútbol. La serie que le dio el título a ese entrañable equipo conducido por “el cabeza” Norberto Carrizo, con García, Giordanino, Flesia, Garnero, Celuci, Alanís, Carranza, Aimar, Arana, Gabasio estará alojada por siempre en un sitial preferencial de los recuerdos. El cuadro con aquella imagen del baño de gloria tras relegar a los representativos de Tandil y La Rioja es, por naturaleza, el más visitado por la memoria. Sin embargo, esa excursión al pasado tiene otro destino recurrente: Oberá, Misiones. Recurrente no por su condición placentera, todo lo contrario. “Fue lo más parecido a una situación de guerra”, coinciden algunos protagonistas de la época. Y no necesariamente por lo futbolístico, puesto que el 6-1 del global denotaba una superioridad evidente entre los nuestros y ellos. El tinte belicoso de aquella compulsa deportiva estuvo dado por el entorno de una llave que entregó episodios casi cinematográficos.
- La ‘pica’ sembrada desde el partido en Río Cuarto desde el gesto poco feliz de los hinchas locales al arrojar despreciativamente (así fue interpretado por el plantel mesopotámico) aquello que los misioneros trajeron para el /intercambio de elementos distintivos de cada selección: la yerba.
- El viaje de casi 24 horas, la interminable carretera, el calor.
- El escozor por el retorno precautorio de algunos colectivos con hinchas riocuartenses en el acceso a Misiones ante las amenazas de que no iban a ser “bienvenido en tierras coloradas”.
- Los insultos y las promesas de muerte (literal, no figurativamente) de los enervados misioneros a la delegación riocuartense, el sábado a la noche previo al desquite.
- El clima infernal de una cancha que albergaba a la mitad de la población total de la ciudad de Oberá.
- El partido y la hostilidad, dentro y fuera del reducto de juego.
- Los piedrazos impulsados desde gomeras, el cuello sangrante de Gabasio por el impacto de uno de esos proyectiles.
- Los “cañazos” que en reiteradas ocasiones debió sufrir Giordanino cada vez que tuvo que ejecutar un saque lateral (los tejidos perimetrales eran muy bajos y el ingenio popular y la flaccidez en los controles de seguridad permitieron ingreso de cañas de pescar para hostigar a los cordobeses).
- La repentización e inventiva en la respuesta del DT Norberto Carrizo cuando recibió un proyectil en su cabeza y al cuestionar al sector de las caldeadas gradas misioneras le quitó dramatismo a su reprimenda con un…: “Si algo tienen en Oberá es puntería”.
- El pitazo final, la consumación de un 2-0 a favor de los riocuartenses. La huida del terreno de juego. El desmoronamiento de los improvisados (o no tanto) camerinos visitantes (entiéndase un rejunte de chapas de segunda mano, enlazadas precariamente) por efecto de la ira de los simpatizantes locales.
- La estadía temporaria del plantel riocuartense en la casa de juez de paz para “garantizar la integridad de la delegación visitante”. El éxodo de tierras misioneras a cuerpo tierra en el ómnibus por caminos alternativos para evitar represalias de los heridos en su orgullo hinchas oberenses…
Toda esa es historia conocida, narrada, recreada por los protagonista, padecida por quienes acompañaron aquel glorioso plantel de hombres. Sin embargo hubo alguien que en su mundo la latencia del peligro no era advertido, alguien a quien las amenazas de un hostil recibimiento no le hicieron mella. No porque se jactara de guapo todopoderoso omnipotente, sino porque en su esencia la maldad no existía, por tanto tampoco era proyectada en los otros. Ese alguien fue, es y será parte de la historia de aquel logro. No era un habilidoso ni un desequilibrante wing pero oficiaba de complemento ideal para la Mona Arana. No cerraba a espaldas de Flesia, pero se abroquelaba en la retaguardia para conservar el bien del equipo. No afrontaba ningún test de Cooper en las prácticas de la semana, pero no se perdía un entrenamiento. No tiraba paredes con el Payo Aimar, pero cuando levantaban la cabeza ahí estaba él: desmarcado, presto a acompañar la jugada de cerca, hacer cuanto relevo haga falta. Lo hacía desde afuera del rectángulo de juego, aunque todos coinciden que era uno más. Un elemento necesario para producir una simbiosis perfecta entre el bienestar social y el futbolístico.
Con rostro compungido, mirada de abuelo apañador, marchaba por la vida al son de un caminar “chaplinesco”. “Caminaba ligerito, dos y diez le decíamos por como ubicaba las patitas (graficando la orientación de sus pies en ese ritmo vertiginoso de la caminata)”, rememora José Sebastián Echeverría. La descripción pertenece a uno de los tantos personajes del fútbol que apadrinó, que puso bajo sus alas protectoras al recordado y querido Tata Tuninetti.
Omar Antonio Tuninetti, el hincha número 1 de Banda Norte, el de aquella selección de la Liga Regional campeona nacional. El mismo que con su inocencia y amor genuino por los otros se ganó el corazón de todo el pueblo futbolero regional. El mismo que se jactaba de ser amigo del Cacho “Vecherría” –tal como lo bautizó para la jocosidad de momentos que aún perduran en las remembranzas-. El mismo que decía que para cruzar de Santa Fe a Paraná había que atravesar el túnel “sufluval”. Ese mismo que acompañaba al plantel de Banda Norte en el colectivo siempre sentado en el mismo lugar: al lado de su ídolo Ricardo Payo Aimar. Ése al que le decían en esos viajes “Tatita, cuando estemos por entrar a Moldes, agáchate porque el arco de ingreso al pueblo es bajo”, y Tatita, tan inocente como obediente, se encorvaba para que nada malo pudiera pasar.
Vestido con su infaltable saco, pantalón abrochado a la altura del pupo, zapatos marrones empolvados de tanto andar, y con su caminar “chaplinesco”, este patrimonio de nuestra Liga, tesoro de la ciudad, reliquia de Banda Norte, personaje universal, andaba por los esteros del fútbol vernáculo. Criado en el corazón de ese –por entonces- incipiente desarrollo urbanístico emplazado sobre la vera norte del río Cuarto, se encargó de mejorar cada instante de quienes lo disfrutaron. Lejos de la voracidad de las apetencias capitalistas, Tatita se conformaba con una yunta que lo hacía feliz: “Una pizzita y una coquita”. Él sabía que para lograr ese botín preciado no debía faltar a la cita los domingos a las 21.30 en la pizzería de Sobremonte y Colón. A la salida de la jornada futbolera, allí iba a encontrar a su amigo “Cacho Vecherría” cenando con su esposa. Por eso, a esa hora Tatita apuraba el tranco para estar cerca de su cometido. “Yo todos los domingos iba con la ‘Tere’ después de los partidos a comer ahí, y lo veía entrar al Tata y me hacía que no lo veía para hacerlo renegar. Y él se paraba, pegado a mí, a 20 centímetros, y me miraba fijo a los ojos. Con su mirada, me perforaba los sesos. Y le decía, hola Tatita, ¿qué queres por acá?...”. La respuesta era una obviedad: una pizzita y una coquita. El maestro pizzero ya sabía que para el Tata eran dos porciones de muzzarella y una gaseosita. “Tomaba su cena y solito sin molestar a nadie se iba a una mesa, al rincón, a ser feliz”. Cada vez que José Sebastián Echeverría lo recuerda mira a un punto fijo, a un horizonte imaginario. Quizá allí lo encuentra, desde el recuerdo, desde la evocación. Sus ojos se humedecen y emanan la ternura de ese ser maravilloso que se fue de estos lados a mediados de los ’90, pero que habita cada evocación.
Era un personaje de la ciudad, que excedía al mundo futbolero. Nunca pasaba desapercibido, pese a no ostentar nada. Por eso cuando iba al cine, Tata generalmente llegaba con la película empezada. Siempre se ubicaba en la primera fila para no perderse detalle alguno. Y desde el gallinero siempre alguien hacía notar su presencia. Le vociferaban con ánimo de hacerlo renegar: “correte cabeza de Citroen que no vemos de acá arriba”. A lo cual, siempre tenía una respuesta ingeniosa que despertaba la risa de los amantes del séptimo arte: “Caiate…choro e’ gainas”, devolvía con la misma entonación con la cual recitaba versos, en su trajín diario por la ciudad.
El destino a veces es inoportuno. Se lo llevó sin que pueda recitar la prosa de una poesía en su honor narrada por Hugo Alberto Lastra. En palabras y rimas, el reflejo de un ser de luz.
Al llegar a la tribuna
la hinchada lo recibía
y las bromas él percibía
contestando de inmediato
Para pasar un buen rato
siempre lo hacían renegar,
y empezaba a vociferar
para imponer su razón
Llevaba en el corazón
los colores que defendía,
y la gente bien sabía
cuál era un sentimiento
Y, como reza en la poesía, su sentimiento era conocido. Pero, como asegura el cuento de Eduardo Sacheri El cuadro de Raulito, “los amores no se imponen, ni siquiera se eligen. En todo caso eran los amores los que optan, los que se le imponen a uno”.
El inconmensurable amor del Tata optó por Banda Norte, su lugar en el mundo. Pero como tenía exceso de cariño para dispensar se aferró a todo aquello que lo hacía sentir pleno. Esa plenitud, Tata la encontró en aquella selección histórica y gloriosa de la Liga de Río Cuarto, en 1973. En los momentos disfrutables con su Payo Aimar, con su compañero de pieza Aldo Arana, con su pariente Isidoro Celuci, y en aquellos en los que, incluso, la vida caminó por la cornisa de un precipicio. Ésta última afirmación parece un poco exagerada, pero no lo es si se dimensiona aquello que padeció la comitiva riocuartense en Oberá, en aquella serie tristemente célebre por los inusitados episodios de violencia extrema. Y allí también estaba el Tata.
Y como sigue diciendo la poesía de Hugo Lastra...
En su escaso entendimiento
era un ser privilegiado,
porque siempre ha despertado
simpatía su presencia.
Éste no fue el caso de los enardecidos oberenses. No distinguieron nada, en aquellas escenas de violencia extrema que debieron soportar nuestros héroes.
“Aún recuerdo cuando disparábamos por las calles. El Payo lesionado, La Mona (Arana) con el tobillo hinchado; iba Carranza, Farias…intentando que no nos maten. Y con nosotros también disparaba el Tata, él pobrecito sufrió al lado nuestro aquello que paso”, recuerda Horacio Pinocho Alanís, quien detalla que un grupo de jugadores salió corriendo para un lado y otro grupo para otro. Agrega que algunos fueron “cobijados” en la casa del Juez de Paz para preservar su integridad.
“Cuando terminó el partido nos metimos en la cantina, y nos sacó un ayudante de campo de ellos y disparamos por las calles después de saltar un paredón como de 6 metros que daba a donde concentraban ellos. Y en esa corrida, mirá si el mundo no es un pañuelo –exclama Alanis-, nos salva un camión ladrillero sin barandas. Subimos el Flaco Garnero, el Payo, La Mona, Farias y creo que el Tata. Y también subió Rabetta, masajista. Y justo el que manejaba ese camión era conocido de él porque habían hecho la ‘colimba’. Me acuerdo que le rogábamos: ‘Llevanos loco… salvanos hermano… le pedíamos por favor… Y él nos llevó a la Gendarmería”.
“Fue terrible, nos gritaban cordobeses secuestradores –en aquél año un “grupo de tareas” utilizaban esa modalidad para instalar el miedo en profesionales, políticos, empresarios, en tiempo políticos y sociales muy álgidos-. Nos tiraban ladrillazos, nos pegaron por todos lados”, amplía Pinocho: “El clima fue tremendo, íbamos a ir en avión pero fuimos en colectivo porque se rompió el Hércules -característica nave de la Fuerza Aérea Argentina-. A la vuelta nos tuvo que esperar un ministro de Misiones para sacarnos, mandaron a barrer la ruta porque tiraron ‘miguelitos’ para que se rompa el colectivo y agarrarnos. Fue realmente terrible”.
A tal punto vivenciaron el miedo los integrantes del plantel riocuartense que en el viaje de retorno casi no hubo escalas desde Misiones hasta Río Cuarto, sólo una parada en Santa Fe para tomar un café y ‘estirar las piernas’. “Ahí recuerdo que nos cruzamos en una estación de servicios con (Miguel Ángel) Musto, que había ido a transmitir, y nos dimos un abrazo. Sin decir palabras, llorábamos y suspirábamos por lo que nos salvamos. Luego me dijeron que el Tata miraba y no entendía nada”, detalla Alanís.
Difícilmente su inocente personalidad, despojada de malos pensares, pudiese haber descifrado la malignidad de los enardecidos misioneros. Sin embargo, Tatita algo sintió luego de padecer aquel hostigamiento. Y Eduardo Flesia, marcador central de aquél equipo, lo grafica en una anécdota: “Cuando llegamos a Río Cuarto, nos esperó un montón de gente, por todos lados. Y nos recibió el intendente (doctor Julio Humberto Mugnaini, referente del Frente Justicialista de Liberación, que había ganado las elecciones en marzo de 1973 y asumió el cargo en mayo de ese año) y nos hicieron subir al primer piso del municipio donde hay un balconcito. Y en la plaza Olmos estaba toda la gente. Y había un locutor, creo que se llamaba Lencina, que hizo hablar a algunos referentes del plantel que habíamos conseguido el pase al cuadrangular final. Y entre medio de nosotros estaba el Tata, que se fue metiendo y quedó adelante, al lado del Payo. Y el locutor lo hizo hablar al Tata y le preguntó: ¿Cómo te trataron en Oberá?, a lo que Tata respondió para la risa de todos… Son todos una manga de caciques bulldogs”.
De la hinchada era la esencia
que brillaba en todas partes,
era una figura aparte
en el centro de las miradas
Y a pesar de las cargadas
lo quisimos de verdad,
era una personalidad
de nuestro Imperio querido
Por banda Norte lo vimos
“verde” todo el día,
“Tata” Tuninetti ahora
De Río Cuarto es historia
Le canto a su memoria
porque el “Tata” ya se ha ido,
de todos un gran un amigo
que Dios lo tenga en la gloria.
Descansará en la gloria como lo inmortaliza la pluma del poeta. Renacerá ante cada pregunta de las nuevas generaciones ¿quién es ese tal Tata? cuyo mural luce en el lugar donde fue feliz. Esbozará una sonrisa desde los cielos toda vez que la memoria colectiva lo ponga en valor. Y volverá a vivir en cada grito de gol ‘verde’ que resuene entre los añejos árboles del Parque Sarmiento.
Si el domingo sin fútbol es melancólico como un miércoles de cenizas después de la muerte del carnaval, tal como lo concibe Eduardo Galeano, la vida de las tribunas de Banda Norte sin el Tata sufrió un golpe al corazón a mediados de los ’90, pero desde entonces sumó una estrella que ilumina su camino.
Fotos: Gentileza José Sebastián Echeverría
Redacción Al Toque