Por Franco Evaristi
Eternas gracias a quienes secaron las lágrimas de mis viejos…Quienes estuvieron en la Sala Pinto del Andino y quienes no pero sí estaban (desde lo emocional a la distancia) no tienen porqué entender tamaña emoción al presentar nuestro primer Centro Atrás. No tienen porqué saber que hace 10 años, en la redacción del Diario local me llamaron a las oficinas del jefe y me comunicaban ante un escribano que me cesanteaban sin justificativo alguno, en la consumación de un pase de factura al sindicato en el marco de una convulsionada paritaria por reivindicación salarial. Terminaba de llenar la última de las cinco páginas del día con un balance sobre la discreta campaña de Estudiantes en el Torneo Argentino B. Era lunes. Era día de disfrutar de la Peña Marcelo Flesia, de la cual formaba parte Adrián Lisa, el “bocha” Rodríguez padre, y otros tanto futboleros que encendíamos debates enérgicos en tiempos del retorno del clásico riocuartense en una instancia nacional.
No tienen por qué saber que ese sueño que tenía de seguir poniendo en valor historias del fútbol nuestro quedaba trunco (más allá de la pérdida de la fuente laboral). No tienen por qué saber que las siete cuadras que separaban al Diario de mi casa fueron un tormento. No por el hecho de perder el lugar en un medio de “prestigio” (en esencia fui pintor, mozo, empleado de comercio, repartidor, viajante –algo que me enorgullece-…) sino porque mis viejos hipotecaron 10 años de sus vidas para que el “nene” más chico vaya a la Universidad Pública. Ellos estrujaron la escueta ganancia del Almacén Mar-Franc (escenario habitual de aquella Peña) para poder gestar a la primera generación de universitarios en la familia, aspirando –claro está desde el inmenso amor- a un futuro promisorio. Y para ellos estar trabajando de lo que había estudiado representaba un ideal. No obstante, por una decisión arbitraria, todo quedó sepultado. Parecía que el mundo se venía abajo, que después de la tormenta no habría sol que alumbrara mi camino.
No tienen porqué saber que esas siete cuadras transcurridas no fueron suficientes para encontrarle un porqué a la situación que tristemente tenía que comunicarles a mis queridos viejos. En el país del “algo habrá hecho”, no encontraba consuelo. Tenía que explicar algo que no comprendía a esa altura. El corazón inundado de lágrimas y tristeza se agitaba en la medida que llegaba el momento de tocar esa puerta marrón castigada por el sol mañanero y el resplandor del pavimento. Aún recuerdo que esos segundos entre el golpe a la puerta y la apertura de la misma fueron eternos. Temblaba. Aún conservo para mí esa generosa sonrisa con la cual “la Susi” siempre me recibía. Una sonrisa que se desdibujó ni bien contempló mi semblante. Ella percibía todo, no hacía falta mediar palabras para concluir verdades absolutas y acertadas. ¿Nene qué paso?, fue la pregunta que disparó el abrazo y el llanto. Ella lloraba y no sabía por qué. Sufría porque el “nene” padecía de algo que no se había sido comunicado aún. Ya en la cocina y con el viejo sin entender casi nada, recuerdo ese desgarrador momento en el que mi vieja repetía las mismas preguntas que yo me formulaba para intentar entender aquello que me habían enunciado. Mi viejo, tipo duro aparentemente inmutable, vio enrojecer sus ojos en contra de su voluntad. Quizá suene dramático pero para una familia laburante que mucho había resignado para generar condiciones de superación a un hijo (con todo lo que ello implica para quienes tenemos hijos) fue un duro golpe al corazón. Ése día vivencié un tipo de sufrimiento desconocido en 28 años. Como era su costumbre, mi vieja simulaba que cocinaba a espaldas de la situación para no demostrar su llanto desgarrado, y mi viejo tuvo alguna cita imprevista con el baño; de allí regresó con la cara lavada, el jopo húmedo y prolijo, los ojos brotados y su gesto adusto impostado (por dentro estaba destrozado).
El tiempo transcurrió como el devenir de la historia. La vida de mis padres prosiguió entre las limitaciones de siempre y sus hidalgas pero infructuosas luchas contra el maldito cáncer.
Quienes no entendieron la emoción manifiesta en la presentación de nuestro libro deben saber que esas imágenes/sensaciones recorrieron mi ser durante todo el día; y afloraron en el mismo momento en que hubo que usar la palabra para transmitir el sentido de este sueño hecho realidad.
Diez años después de batallar con la impotencia de haber hecho sufrir a mis queridos viejos (sin intención ni merecimiento) hallé en las lágrimas de mi compañera/amor de vida, sentada en el piso, en primera fila, algunas reivindicaciones que necesitaba. Esas lágrimas ya no tenían el sabor a hiel de aquellas con las cuales convivimos un buen tiempo. Diez años después de aquél momento de aprendizaje que me antepuso la vida divisé desde una punta de la Sala Pinto como mi hija, la luz de mis ojos, me señalaba al cielo con su dedito índice, recordándome la charla táctica que me había promulgado horas antes de la presentación con su vocecita dulce: “Papi acordate que vos no estás solo, tus papis hoy también están vos pero no se dejan ver porque están en el cielo”.
Diez años después la vida me acomodó en el lugar en el que tenía que estar, cerca de buena gente como Turquito, Pablito, Dieguito, los chicos que integran la Cooperativa Al toque; cerca de personas que siempre estuvieron como mis queridos amigos de Radio Universidad (aún recuerdo que luego de quedar sin laburo, una noche, Neno, en nombre de todos, fue a llevarme algo de plata para sobrellevar el duro momento). Cómo no emocionarme. Cómo abstraerme de la emoción de ver tanta gente querida en ese auditorio lleno: amigos, hermanos de la vida, familia, gente del fútbol, familias de futbolistas evocados en Centro Atrás, colegas… A todos y cada uno…gracias!!!. Gracias porque de alguna manera colaboraron para secar las lágrimas de mis viejos…Y eso es algo que jamás olvidaré.