Por Leonardo Gasseuy
La vida misma, con su andamiaje de giros inesperados, traduce esas vueltas en hechos concretos o abstractos. La Superfinal de la Copa Libertadores se suspendió por los violentos. Fue claro. El hecho es concreto. Lo tangible de los sucesos nos dejan conclusiones tristes y confusas: jugadores agredidos con problemas de visión y cortes, operativo de seguridad mal diagramado, peleas entre los organismos de seguridad nacionales y los de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, la presencia permanente de la barra con sus negocios y extorsiones. Todo cierto y medible.
Ahora, lo que edifica el mundo abstracto, que es toda representación que no corresponde a ningún dato sensorial o concepto, no se mide. Pero si se presume. No se palpa, pero se analiza. ¿La conclusión?: ni jugadores, ni directivos, ni hinchas, nadie, vinculados a los dos gigantes argentinos, quisieron desde el primer momento jugar este partido. Aunque abstracto. Esto tiene un concreto cuerpo de verdad.
Nadie lo dirá nunca. La sola modificación –para mal- de sus matrices históricas, hicieron que esta final proyectara para todos unos epílogos de tragedia. Ninguno quiere vivir esa historia, aun sabiendo que la gloria también merodea por el lugar. En Roma los gladiadores no tenían miedo, aun sabiendo que el resultado sería la muerte. Porque en la arena romana la fiesta no le daba lugar al drama.
Abstracto sí, pero real y palpable, el miedo es presencia constante en la historia de la humanidad. Tanto que sería la primera emoción experimentada por los personajes de la Biblia. El temor a la derrota marcó el primer imperativo a la hora de las actitudes cuando el bochorno exigía definiciones. Las respuestas eran esgrimidas en función de presiones contextuales y acomodaticias.
Los alcances de las culpas y reproches serán grandes y difíciles de cuantificar. Se juzgará el vínculo de los directivos con los barras. Esa relación simbiótica e hipócrita que tendrá el triste epilogo de Cronos: Dios mitológico que termina devorando sistemáticamente a sus creadores.
Como en la síntesis de análisis de cualquier suceso social, los alcances de las culpas se dirigen automáticamente hacia la conveniencia de quien emite, ya sea porque es un operador sistémico o porque sus intereses yacen en ese sentido. Pero si las culpas son abstractas las responsabilidades son concretas.
El abanico heterogéneo que compone nuestra sociedad ha pecado por excesivo. La prensa, las redes y cada inconsciente colectivo nos hizo vivir “la final del mundo”, “el partido del siglo”, “no hay mañana”, “a vencer o morir”, “de vida o muerte”. Luego de todo ese despilfarro de metáforas y adjetivos, todos nos preguntamos por qué “la gente” está tan loca que es capaz de tanta aberración. Generó un hecho concreto: que los supremos actores de esta fiesta temieran el final. Como aquella ópera de Verdi que el protagonista no culminan nunca el ultima acto por que moría su prometida.
La circular gestión del tiempo, inapelable, ubica a víctimas y victimarios sin sentido de lugar. No se detiene. Los cambios de hábitos, arropados por las redes sociales dispararon la estupidez a puntos muy altos.
En un sector privilegiado del monumental, este fin de semana estuvo el trofeo de la Copa Libertadores con su ícono: el jugadorcito de bronce en su pináculo de plata. Es la demostración amateur y bohemia del torneo. Cada niño sudamericano que alguna vez jugo a la pelota tiene en su casa un trofeo con esa figura. Nos representa. Los chicos que juegan al fútbol adolecen de todo, incluso de miedo. El terror no físico, el abstracto, el que lleva atuendo de derrota se hizo cargo de la fiesta y la mancho para siempre.