Sobre el inicio del certamen formativo y todo lo que se genera en ese siempre característico y singular contexto.
El “Colo”. “Pancho”. “Carlitos”.
Una bandera. Muchas banderas.
Banderas y espuma. Papelitos. Alguna trompeta también suele andar.
Andar de palmas rojas. De tantos aplausos. Gritos, de los buenos.
Una lágrima. Más de una lágrima. También, de las buenas, de esas que emocionan. Las que erizan la piel. Las que salen desde la panza. De la panza de mamá, ese lugar que te acobijó y te dio calor durante nueve meses. Toda una vida. Y también del corazón de papá. Del papá que alienta. Del que te abraza antes de salir a la cancha. El que te palmea la espalda no importa cual fuera el resultado.
Fila india para ingresar por la puerta y transitar hasta la mitad de la cancha.
Fila india para saltar al campo de juego.
Brazos en alto. Sonrisas. Muchas. Angeladas.
Un árbitro para hacer el sorteo, para atarte los cordones y acomodarte en la barrera. Para protegerte. Una árbitra para explicar cómo es el saque lateral, para regalarte alguna golosina, para contarte alguna parte del siempre rebuscado reglamento. Rebuscado porque la idea es ir a patear. Jugar. Divertirse. Si haces un gol, dedicárselo a un compañero, una amiga, un familiar que te fue a ver. Abrazarte con el resto de los chicos. Abrazarte con el profe.
Profe que muchas veces es papá o mamá. Profe que muchas veces es camilla. Es médico sanador. O doctora salvadora. Que te ve llorar por una situación desafortunada y se te acerca, te aconseja y te dice que todo sigue más allá de lo que pasó porque es un juego.
Juego que en el arco tiene a uno de guantes. El que nos protege. El que, con el taco de sus botines, le avisa a los postes que está ahí para custodiarlo. El que arma la barrera. Un privilegiado que ve cómo se paran sus compañeros.
Compañeros que saben que él muchas veces también sufre. Hasta que todas las personas entendemos que es un juego. Que no se trata de ganar o perder. Si no, más bien, de divertirse. De cultivar amistades. De socializar. De hacer deporte. De compartir en familia.
Familia que se divierte viendo camisetas. Camisetas de todos colores. Rojas, blancas, celestes, azules, verdes, amarillas, negras, naranjas. De dos colores, de tres colores o de uno solo y suficiente.
Suficiente. Como el tiempo que pasó desde aquel diciembre de definiciones festivas en Renato Cesarini, Atlético San Basilio y Vicuña Mackenna. Suficiente tiempo de espera.
Espera que ya no desespera, porque vuelve el fútbol infanto juvenil.
Vuelve el fútbol, el de apodos y purretes.
Para que disfruten los de adentro y desde afuera alientes.
El de corazones, colores y camisetas. El que mide el recorrido y no otras facetas.
El del resultado olvido porque, en definitiva, esa es la gran receta.
Foto: Al Toque / Archivo
Redacción Al Toque