* Por Florencia Canavesio
En la sociedad en la que vivimos estamos sometidos a determinados roles construidos según nuestro género, modelos que nos marcan quiénes debemos ser, cuáles deben ser nuestras conductas adecuadas, con qué y a qué podemos jugar, con qué y a qué no, a quién amar, qué hacer para sentirnos realizados. Éstos nos limitan y estructuran una forma de educación y crianza que tiene que coincidir con nuestros respectivos roles, dejando así de lado sueños, sentimientos, ideas y pensamientos propios.
Estamos sumergidos dentro de un sistema patriarcal que nos obliga a acatar para pertenecer, nos acostumbran y nos acostumbramos a conformarnos sin dudar, para encajar hay que pensar igual a lo establecido, sin transgredir estereotipos, conteniendo impulsos y ganas que surgen de entrar en un territorio que está reservado sólo para algunos.
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“Estamos sumergidos dentro de un sistema patriarcal que nos obliga a acatar para pertenecer”
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Claramente el fútbol era cosa de hombres, o al menos así estaba estipulado socialmente, aunque yo sentía que también nos pertenecía a nosotras más allá de que nos hicieran creer que no.
Durante toda mi infancia me sentí diferente por no pensar ni actuar como pretendían, lo cual fue motivo de muchas lágrimas, enojos, frustraciones conmigo y con el mundo.
Amaba el fútbol, yo sólo quería jugar, y más allá de cualquier comentario negativo que recurrentemente recibía, en mi cabeza tenía solo una meta. Todo lo olvidaba trepando el paredón, el cual me separaba de la cancha que tenía frente de casa -que irónico estar tan cerca pero tan lejos de ese mundo a la vez-. En ese lugar me sentía completa, pasando tardes enteras jugando con mi hermano y sus amigos, ellos eran felices corriendo detrás de la pelota, pero a mí eso no me gustaba, yo solo quería pararme frente a esa pelota que tanto se disputaba, entonces debajo del arco, me ponía los guantes de lana y con la mirada más desafiante que podía -aunque admito que me daba miedo comerme algún pelotazo- quería hacer lo que para ellos estaba prohibido, agarrar la pelota con la mano, evitar que hicieran el gol.
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“Claramente el fútbol era cosa de hombres, o al menos así estaba estipulado socialmente, aunque yo sentía que también nos pertenecía a nosotras más allá de que nos hicieran creer que no”
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Quizás mi amor por estar debajo de los tres palos surgió como un acto de rebeldía ante la desigualdad y la invisibilidad que vivía, sentía que de alguna manera al estar parada defendiendo el lugar en el que ellos pretendían lograr su objetivo, el gol, tenían antes que levantar la cabeza y ver que ahí me encontraba yo, con todas mis ganas y habilidades para impedirlo. Tratando de que la pelota no entre, pero también mostrando que no iba a ser tan fácil pasarme por alto.
Pasaban los días y sábado tras sábado acompañando a mi hermano me tocó correrme de mi lugar en el mundo, ahora “mi lugar” era el de espectadora, me encontraba ahí, detrás del alambrado, admirando a quienes podían estar en la cancha, sin entender los impedimentos por los cuales yo no podía hacerlo. Cuando empezaba el partido me paraba atrás del arco, analizando, viendo los movimientos del arquero, a veces resolvía en mi cabeza cada jugada en la que tenía que intervenir, llevándolas a cabo durante la semana y poniéndolas en práctica, sola, contra el paredón, y cuando se podía con mi hermano y sus amigos.
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“Quizás mi amor por estar debajo de los tres palos surgió como un acto de rebeldía ante la desigualdad y la invisibilidad que vivía”
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Pasaron así partidos, jugadas, goles, atajadas y mis ganas de jugar al igual que ellos estaban intactas. Pero esa ilusión a la que me aferraba se iba desvaneciendo, los obstáculos propios e impuestos iban cargando cada vez más una mochila que se llenaba de prejuicios, la cual no me sentía lista para cargar.
Intenté otros caminos, probé con otros deportes, finalmente me incliné por el hockey, primero como jugadora y después como arquera. Igualmente me sentía extraña jugando a ese deporte que la sociedad decía que era para mí, pero me fui acostumbrando, aprendí a disfrutar,
aunque más allá de eso una parte de mí seguía apagada, no hacía lo que verdaderamente me llenaba.
Luego de siete años, llegó un llamado que lo cambió todo, en el que me dijeron que se había armado un equipo femenino, en ese momento sentí que mi camino se abrió. Tenía dos opciones, quedarme en el lugar en el que había logrado sentirme cómoda y cumpliendo expectativas que no eran las mías, o agarrar esa mochila que hacía años había tirado, la cual guardaba recuerdos hermosos, pero a la vez las tristezas más grandes.
El corazón latía fuerte, quería ser escuchado después de tanta opresión, esta vez estaba dispuesta a enfrentar ese desafío.
En un abrir y cerrar de ojos llegó el día que me tocó ponerme los guantes y pararme debajo de ese arco que era grande pero no tanto como mis ganas de defenderlo. Pero esta vez tenía que enfrentarme a quienes, como yo, se animaron a transgredir las normas y seguramente les tocó vivir algo similar. Seguía sintiéndome distinta como cuando era chica, tenía otro color de ropa, era la única que usaba guantes, las reglas que regían en cuanto al lugar que ocupaba eran otras a las del resto de la cancha, pero esa diferencia ya no me dolía, me enorgullecía, me hacían autentica. Logré reencontrarme conmigo y con mi lugar en el mundo.
Miles de sensaciones recorren mi cuerpo cada vez que piso la cancha. El camino del vestuario al arco es el momento en que miro a mis compañeras, me acerco y apretándoles fuerte la mano trato de hacerles sentir esa seguridad que me gusta transmitirles y con un abrazo me dan esa confianza que necesito para segundos más tarde quedarme en soledad bajo los tres palos. No se puede explicar lo que se vive en ese lugar, sabemos que no hay margen de error, porque si nos equivocamos la pagamos caro; reímos, lloramos, festejamos, miramos desde lejos, muchas veces sintiéndonos un espectador más, como aquellas veces en mi infancia, pero ésta vez ocupando el lugar protagónico de ser yo quien tomaba las decisiones, porque de eso se trata, tomar muchas decisiones determinantes, estar donde se tiene que estar, estar ahí, en el momento justo, ni antes ni después, un segundo, unos centímetros, sabes que traen sus consecuencias. Pero no hay nada más satisfactorio que la sensación de haberlo logrado, de volar y sentir que la pelota me roza la mano, y ni te cuento de atajar un penal, de tener en tus manos el poder de cambiar la dirección del partido, para bien o para mal, pero con la certeza de que siempre hay revancha.
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“Somos muchas y cada vez más las que peleamos para que se nos escuche, para que nuestras decisiones valgan, para tener voz propia y romper con el sistema que nos oprime”
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El fútbol se transformó en mi forma de entender y ver la vida, porque es mucho más que 22 jugadoras detrás de una pelota. El fútbol es historia, es lucha, son más que esos 70 o 90 minutos que dura un partido. Es el esfuerzo, la dedicación de entrenar sin obtener ningún beneficio económico, que el hombre por realizar la misma actividad obtiene.
Una parte de esta lucha ya la gané, puedo decir que soy mujer y juego al fútbol, con todo lo que eso implica, pero esta lucha no es sólo mía sino de todas las mujeres que día a día viven y sufren esta desigualdad, las que pelean por ser visibilizadas por hacer valer sus derechos, romper barreras, por ocupar espacios de las cuales son excluidas y poder salir de esos a los que le obligan a pertenecer. Somos muchas y cada vez más las que peleamos para que se nos escuche, para que nuestras decisiones valgan, para tener voz propia y romper con el sistema que nos oprime.
- ¡Ahora que sí nos ven! | Proyecto conjunto entre el Colectivo Cultural Glauce Baldovín y la Cooperativa de Trabajo Al Toque Ltda. | Notas anteriores:
¡Ahora que sí nos ven! I (por Antonella Tosco)
¡Ahora que sí nos ven! II (por Delfina Vettore)
¡Ahora que sí nos ven! III (Las Rústicas, por María Boloquy)
¡Ahora que sí nos ven! IV (por Marianela Ponce)
¡Ahora que sí nos ven! V (por Laila Espamer)