Por Arturo Jaimez Lucchetta
Todos sabíamos que el Turco estaba de vuelta, pero nadie tuvo la osadía de protestar por su inclusión en el once titular del “albo” en aquel clásico contra los “celestes”. Es que esa condición de buenudo, amiguero y comprador evitaba cualquier disgusto. Preferíamos que lo hubiesen puesto al Cheto, que era un pendejo de la Cuarta, que la rompía y hacía rato que venía pidiendo pista. Pero el "gringo" Percello, amparado en esas verdades que todos le adjudican a Di Stefano sin saber exactamente si la Saeta alguna vez las pronunció, se inclinó por el veterano. “Los clásicos son para los hombres”, dijo el míster un par de días antes en el bar del truco y el codillo.
Nosotros, como buenos pibes, defendíamos la sangre nueva, aunque nos sonaba convincente la palabra del profe. Y la verdad es que nos importaba poco quien jugara, lo que nos quitaba el sueño era ganarle a los vecinos del otro lado del arroyo.
Para ser realistas nos tenían de nietos. Yo con mis diecisiete recién cumplidos nunca había podido saborear un derby en el Imperio.
Ellos venían afilados. Habían jugado tres nacionales al hilo y encima habían sopado un par de empates con River. Igual nunca pasaron la primera ronda, o una vez sí, bah que se yo. De cualquier manera estaba claro que tenían un equipo para pegarnos un pesto histórico.
Tenían un diez que trajeron de Deportivo Español y un par de wines más rápidos que un avestruz al galope y nosotros apostábamos a la experiencia del Turco Jaluf. Magra esperanza.
El Turco era un divino. Un bohemio de la ciudad. Te lo encontrabas todas las noches desplegando su enjuta figura por los bares del centro. Pantalón de vestir, ajustadito de tiro, mocasines negros y una camisa blanca al cuerpo, con bolsillo al corazón, trasluciendo el rojo atado de Jockey cortos, chato de casi vacío. Sí, el Turco, encima de que estaba viejo fumaba como un murciélago.
Mi viejo lo conocía al Turco. Si bien tenía unos cuantos años más, habían compartido unos picados cuando eran chicos en los potreros vecinos a los baños de Carbonel. Mi abuelo era amigote de su padre, en fin, el Turco era un tipo cercano a nuestras vidas. Pero como todos sabemos ese alambrado olímpico nos separa definitivamente. Los que están adentro son los dueños de la escena como los actores de un largometraje rodado en Hollywood y nosotros los vemos desde afuera soñando algún día jugar en esa película.
Con el templo de la Avenida lleno y enfundado en el blanco emocionante de la camiseta, el Turco ya no era el del barrio o el del bar. Ahora era nuestra esperanza. Nuestro volante creativo. Nuestro Bochini.
La verdad es que el Turco tenía mucho de Bochini. Igual que el “Bocha”, era mucho menos viejo de lo que parecía. ¿Quién conoció a Bochini joven? Siempre fue ese viejito chaplinezco, semicalvo, de canillas chuecas y flacas, con tranco de abuela que va al mercadito.
El Turco también se dejaba unas clinas largas para taparse la pelada, que peinaba mucho antes de cumplir los treinta. Lo único que faltaba era que esa tarde de primavera calurosa, el Turco se le pareciera al Bocha, también un poquito con la pelota en los zapatos.
Es sus años mozos, Jaluf era una promesa como el “Cheto”, pero eso de vivir en el interior, tener que laburar a la par de jugar a la pelota, la falta de hoya, la familia y la caravana lo retiraron un par de veces.
Este era su último año en el fútbol federado. En realidad sólo aceptó jugar porque se lo pedía el "Gringo", que había sido su maestro en las inferiores. Él ya estaba más cerca del fulbito, el asado y la damajuana de las ligas de veteranos que se mataban los sábados en la cancha del Talar.
Los Leones nos gastaban en el centro. Decían que estábamos armando un equipo para jugar en la liga del PAMI y encima nosotros no podíamos retrucar. Esperemos al domingo a ver quién se jubila, nos defendíamos con menos convicción que un mercenario.
Pero ese domingo el Turco estaba eufórico. Encaró a los periodistas desde que llegó al estadio. Habló de todo. De cuanto significaba para él éste, su último clásico. La obligación de ganar para dedicarle la victoria a la gente y a su viejo maestro que tantas veces había confiado en él. Sabio como buen viejo, aclaró también que su número diez iba a quedar en buenas manos: “Chetito es un pibe maravilloso y tiene unas condiciones que lo van a llevar muy lejos”.
La barra se fue juntando como siempre en la tribunita baja del escudo. La mujer de Don Bustos cebaba unos matecitos, mientras el “flaco” Díaz se ataba una curda memorable con un Parrales de Chilecito que camuflaba en un tubo de pelotitas de tenis para evitar a la cana. Yo fui con los Gaute, tres generaciones de sufridos atenienses con los que empujábamos el Falcon modelo sesenta y pico para cruzar la ciudad y llegar a la cancha.
Ellos venían sobrando desde el otro lado del arroyo que tapó el último intendente. Vestidos de celeste tirándonos el peso de los nacionales y los billetes de sus socios más notables. Trajeron como cuatro mil personas, el estadio 9 de Julio estaba desbordado.
Los nervios nos carcomían y don Palma, histórico canchero, remarcaba las líneas con una regadera de pico plano. El sol brillaba como nunca y los banderines de los córneres flameaban mostrando el estandarte del griego. Por las bocinas de la propaladora “El Pequeño” chillaba un vinilo con la marcha del deporte. Las cornetas, que ahora llaman bubuselas, aportaban su folklore a ese marco de azul celestial. Y el boceo de los vendedores de maní. Y el humo del choripán del “Gordo” Taco. Y el redoblante del “Negro” Juan que irritaba a los cuatro o cinco miliquitos de la provincia.
La hora de la verdad era a esa hora en punto.
Desde el túnel voló una pelota y atrás salieron nuestras once esperanzas para cortar casi veinte años de sequía. El blanco Ala de la indumentaria se lo debíamos a la señora de don Palma que lavaba a mano y con jabón Federal en barra, la ropa de las siete categorías. Atrás entraron ellos vestidos de un celeste que en el pueblo no se conocía. Pilcha de las tres tiras que le habían dado para jugar contra Boca y los otros grandes. Parecían astronautas.
La banda recibió al equipo con la marcha de los muchachos atenienses. Un choreo a la melodía de la marcha peronista con letra temática y ellos se la agarraron contra nuestro líder espiritual: “Albo, Albo, Albo déjate de joder, mándame al Flaco Díaz que lo queremos cog…”, cantaban y el Flaco a esa altura estaba sordo, mudo y ciego del pedo tenístico.
Era la tarde del Turco. Las pidió a todas y, aunque tuvimos que aguantar que nos cascotearan el rancho más de media hora, nuestro arquerito se lució y en la primera que le quedó, el Turco la mandó a guardar. Como lo festejó. Él sabía que la gente lo amaba, pero como no era boludo, también sabía que los hinchas hubiesen preferido que juegue el Cheto. Nosotros no salíamos del asombro y más de uno haciendo autocrítica pensaba en voz alta: Que hijo de puta el Turquito, tiene como doscientos años pero la está rompiendo. Sabio Percello, dijo Gaute, el más veterano de la barra, casi como reivindicando su propia condición “el diablo sabe por diablo, pero más sabe por viejo”.
Miguel Ángel Musto le contaba a extramuros con un grito aflautado (gollllll) que el Albo ganaba 1 a 0. La LV16 por esos años no transmitía los partidos de la liga, pero causas y asares del destino ese día estuvo ahí para inmortalizar el momento en el que, el comentario de Cacho Ortiz, lágrima mediante no pudo disimular su blanca subjetividad.
Terminó el primer tiempo y no se hablaba de otra cosa. Ellos puteaban: Podés creer que ese viejo de mierda nos haya hecho un gol. Y nosotros todavía cautelosos, porque sabíamos que en los 45 minutos que quedaban nos podían pasar por arriba, sólo atinábamos a reconocer el buen laburo del arquero y el gol del Turco, pero no sin antes reflexionar que en el segundo tiempo, el Cheto fresquito se podía hacer un picnic.
Cleto no nos dio pelota y salió con los mismos a jugar el segundo tiempo. No te puedo contar como salieron esos tipos. Parecían la armada invencible. Nos metieron contra el arco, tres tiros en los palos, nos salvamos entre los indios. El árbitro también nos puso en jaque. El Turco no la encontraba y lo empezamos a mirar al técnico pidiendo el cambio, en ese canallesco disconformismo del hincha que no reconocía ni al autor del gol. Estábamos ganando después de dos décadas a los “celestes”, no podíamos dejar pasar esta chance.
Zorro viejo el DT, sabía que teníamos que pasar el vendaval de los primeros quince minutos. Nosotros lo puteábamos en voz baja pero lo puteábamos. Dele Percello, póngalo al pibe hemos perdido a pelota, le imploro el Curti. Déjese de joder maestro haga algo porque estos tipos nos van a pasar la aplanadora y nos van a volver a romper el cxlo, replicó don Gaute, que ya había soplado más de sesenta velitas.
Tal vez por eso, porque le respeto la edad y el estoicismo de tantos años, Percello, hombre de pocas palabras, se sacó el tallito de gramilla que masticaba para no fumar, torció el cuello, se levantó la visera de su gorrita vasca, dejando mostrar sus pocos pelos nevados por la vida y con un ojo abierto y el otro casi cerrado por el sol, le respondió: Después del Vía Crucis viene la Pascua.
Nosotros quedamos helados, qué carajo había querido decir.
La respuesta llegó un par de minutos más tarde. El Turco la agarró como venía casi desde el círculo central y se la clavó al ángulo al “Cabezón” Ferrari. Ninguno de nosotros era muy chupa sirio que digamos, pero todos entendimos sin la necesidad de ir a evangelio que la pascua estaba llegando después de muchos viernes santos y la resurrección se la debíamos a ese viejo porfiado y sobretodo al Turco, que ya era el mesías. El dueño del milagro.
Había que verlo con sus patitas cortas, los pantaloncitos por la rodilla, las pocas chapas rubias al viento, las medias bajas, el Turco se aferró al alambre donde estábamos nosotros. Generoso y sin facturas que cobrarle a nuestras dudas, le echaba sus cincuenta quilos y su escaso metro sesenta al tejido, con la boca abierta, atragantada de gol. La barra sin tiempo para pedirle perdón le correspondía con un estruendoso “olé olé olé, Turco, Turco”.
Después de empuñar un largo rato el cerco olímpico y de alimentarse de gloria, se bajó y conociendo a su maestro sólo le estrechó la mano. El míster no era amigo de los besos, los abrazos y las altas manifestaciones de cariño.
Como suele pasar después de tenernos amurados contra el arco después del golazo del 2 a 0, ellos se entregaron y todo fue para nosotros. El viejo no lo sacó al Turco para que lo ovacionaran, tal vez sabiendo que en su último clásico quería estar hasta el pitazo final. Igual lo metió al Cheto que tocó un par de pelotas tirando paredes con el Turco para el orgasmo de la popu.
Cuando el partido se terminaba y un ciempiés “celeste” se volvía para el otro lado del arroyo. El Turco cerró su tarde de gloria con una asistencia profunda sobre la izquierda, que el Cacho definió con notable puntería. El tercero fue una anécdota, aunque siempre esa mínima diferencia que hay entre un triunfo y una goleada en un clásico no es para despreciar.
No te puedo contar lo que fue cuando el Porteño (Raúl Muñoz), árbitro entrañablemente putxado y respetado de la Liga, sopló el último silbatazo. El Turco en andas de sus cumpas, los Bustos se abrazaban derrochando ese amor proletario, que los llevó a construir su propia casa y después a transformarla en Unidad Básica. Los Bustos sí que sabían lo que era sufrir y ese día demostraron como se disfrutan los pobres triunfos pasajeros. Que van a ser pobres, que van a ser pasajeros. He ahí la mismísima eternidad.
El viejo maestro quería escaparse entre los abrazos de los jugadores que ya se engrandecía con nosotros los que todavía podíamos saltar el alambre doble púa y nos metimos a arrancar camisetas, pantaloncitos, timbos y medias. Pero cuando se iba para el túnel don Cleto no pudo evitar que el Cheto en un gesto de grandeza lo alzara como un bebé y lo metiera otra vez en la montonera. Al Turco lo tiraban para arriba. Todos lo querían agarrar, abrazar, darle la mano y casi tiene el final de Túpac Amaru. Que carnaval. No nos queríamos ir más de la cancha. Parecía que habíamos ganado la Champions y ni siquiera estábamos cerca de la pelea de la Liga. Pero éste era nuestro mundial, ganarle a los vecinos de la avenida España.
Después de un par de horas saltando en la cancha, los muchachos ni se habían bañado, el “Flaco” Díaz que en alguno de los gritos se había despertado de su tranca, dijo ‘vamos a la plaza’. Y todos partimos para continuar la fiesta en el centro. Otras tantas horas frente a la catedral y dando vueltas olímpicas a la fuente de los deseos, que estaba llena de monedas, monedas albas.
El gordo “Taco”, que se vino con nosotros y le dejó el carro de chori a su mujer propuso terminarla en el boliche de Romualdo. Allá fuimos todos a matar ginebras de un peso la medida. Romualdo facturaba con una cara de ort… que mandaba al frente sus preferencias. Pero por “celeste” que fuera, juntaba los billetes para los burros del próximo domingo. El fútbol no era lo suyo. En los estadios no había ventanas de apuestas.
En el medio del lio no nos dimos cuenta que echamos a todos los curdas que timbeaban entre vino y faso un tute cabrero. Tampoco advertimos que hacía un rato y en silencio el Turco sorbaba un whiskcola y pitaba un rubio, un par de mesas al fondo. ‘Mirá el Turco’, dijo Nelio y se armó el quilombo de nuevo. Saltábamos arriba de las mesas. Volvimos a cantarle a nuestro crack y así pasamos la noche. El Romulo (como le decíamos al Romualdo con afecto) cerró el bulín y la fiesta fue solo nuestra. Exclusiva entre nosotros y el Turco.
No muchos años después descubrimos que el Turco era un pendejo. El aviso del diario decía que tenía cuarenta y QEPD.
Por Arturo Jaimez Lucchetta - Periodista y relator de la Radio Universidad de Córdoba.
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